Lo cotidiano en Baobab. Entrevista a Carlos

Soy Carlos. Soy un tío de 43 años. De Zaragoza. Un tío alegre, jovial y con ganas de comerse la vida. Soy un alma blanca y de mayor… quiero ser un jubilado feliz.

“…ves allí, amigo Sancho Panza, donde se descubren treinta o poco más desaforados gigantes con quien pienso hacer batalla, y quitarles a todos las vidas…”.

– Qué no, Carlos, ¡qué no! ¡¡¡Qué son tus segundos!!!

– ¡Ay!, pues llevaré estas deliciosas viandas a mi Dulcinea, que está esperando impaciente en aquel rincón…

¿Os imagináis a Don Quijote llevándoos un plato a la mesa? Pues si habéis comido en Baobab es posible que, sin saberlo, os haya pasado desapercibida la lanza de la generosidad contra la injusticia y el escudo de optimismo de nuestro buen hidalgo Carlos.

Quizás no sería el caballero de la triste figura, porque triste, lo que se dice triste, con esa risa contagiosa de fumador que gasta, no se puede decir que esté triste. Más bien se zampa la vida con el entusiasmo de un niño grande. Grande de metro ochenta. Tipo portero de discoteca, como le diría su colega Marcelo, aunque él no se ve en el papel más que por su altura o por esa voz grave y contundente. Pero el ramalazo matón no se le adivina por ningún lado. Como no sea un pequeño rastro de las trastadas infantiles con las que maltrató a su madre… ¿Será por eso que la adora? A ella y a su familia.

En 43 años, se tienen oportunidades suficientes para comprobar lo que vale la gente querida cuando la necesitas. Las trastadas las dejó atrás a los 16 y pasó a regalarle a su madre 20.000 de las 25.000 primeras pesetas que cobró. A los 18, dedicó su sueldo a invitar a la familia a una comilona. Son esas pequeñas cosas maravillosas que hacen que la gente sea más feliz. Y de eso, nuestro caballero andante particular sabe un rato.

Por eso no es de extrañar que una clienta le pidiera el teléfono antes de irse. Y es que a Carlos, la hostelería no le parece un trabajo estresante, duro y pesado. Después de trabajar en todo lo imaginable y más, su trabajo desde hace un año en el restaurante, más bien lo considera la forma de expresar su agradecimiento a la vida.

Él es el último eslabón de la cadena Baobab: lleva a la mesa la obra de arte que sus compañeros de cocina han elaborado y lo hace con el mismo cariño que ellos. Dice que es gratificante ver como los comensales disfrutan. Y como le encanta empaparse de la gente y sacarle el lado bueno, pues eso, que al final, le acaban pidiendo el teléfono.

Para encontrar a este hombre de alma blanca, blanquísima, con un sexto sentido para distinguir a la buena gente, podríamos buscar en una playa desierta o mejor, en el Moncayo, donde se iba de joven aunque hubiera dormido dos horas después de una juerga. Es uno de sus retos: recuperar el senderismo como afición. Porque por mucho caballero andante que sea, lo de acumular retos para el año nuevo lo hace como todo el mundo: dejar de fumar, ir al gimnasio, leer más libros…

Carlos se declara anti Facebook, porque desvirtúa la amistad y si pudiera, invitaría al Baobab a Martin Luther King. Pero su plan perfecto, sin duda, sería dormir. Y dormir más. Y luego, un finde con su amiga Begoña en París.

¿Que queréis conocerlo? Pues nada, buscad un yelmo entre las mesas y una sonrisa sincera.

Ahí tenéis al caballero. Reverencias, plis.

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