Los ingredientes de nuestra identidad

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Nos obcecamos en buscar ese frasco que contenga nuestra esencia, que guarde el tesoro del sabor de lo nuestro. El tarro que proteja, cual guardián, esa huella impresa en nuestro ADN. Lo buscamos en el Moncayo, registramos los pueblos, revisamos banderas, desmenuzamos la patria, pusimos patas arriba el Monasterio de Rueda, el de Piedra y hasta las montañas del Pirineo, buscamos hasta en el manto de la Pilarica y también en los rincones del desierto de los Monegros, si es que un desierto tiene rincones. Y también en las pelis de Buñuel. En los cuadros de Goya y en las letras de Héroes.

Nada. Ni rastro del frasco. Optamos por intentar meter una ráfaga de Cierzo en un tarro de cristal y de sumergirlo en el Ebro. Pero… ¿A qué sabe el viento? Ese que remueve y empuja, que renueva e impulsa. ¿Y el Ebro? ¿Qué sabor deja a su paso por los 930 Km que recorre? ¿Cuál es la esencia del río? ¿La pureza nítida del manantial? ¿O el agua que llega al mar con toda la herencia de afluentes, cantos rodados, ciudades, gentes, lluvias y peces? ¿Donde empieza y donde acaba? ¿A quién pertenece? ¿A quien define y pone nombre? Las gotas que bailan en él nunca son las mismas. Fluyen y suman, se evaporan y mezclan, crecen y transforman, diluyen y corren. Y bañan tierra fértil que nutre. ¿Cuál es la esencia de esa tierra, de ese alimento, de ese sabor? ¿Cuál es la pureza de un fruto que lleva la herencia de todo ese fluir de gotas que se unen al mar? ¿Cómo aislar el origen? ¿Cómo resolver una ecuación imposible con la cirugía de un bisturí? ¿Cómo definir el nosotros? ¿Cómo dividirlo en Nos y Otros? La esencia, el origen, la primera huella, la raíz, el ADN. ¿Caben en un frasco?

Somos territorio, somos canción, somos paisaje, somos árbol que se enraíza.

Pero también somos ramas que se elevan y se dejan llevar por el viento, somos tierra sembrada, somos polinización, somos ese Cierzo que nos mueve y nos lleva, somos ese Ebro que viaja y se transforma y también somos esas gotas que bañan otras tierras, otras semillas, otros frutos. Somos aquí y ahora. Y también antes y allí, mañana y acá. Nombres que fueron latín y antes griego y antes íbero y antes silencio y antes todo.

Hemos buscado ese frasco de esencia para que le diera nuestro sabor a los platos. Para intentar resumir en un ingrediente nuestra identidad. Y en el camino, en esa búsqueda, ya lejos de la obsesión de definirnos filtrados de toda contaminación ajena, encontramos algo mejor. El verdadero tesoro, la herencia real, la esencia misma del sabor que nos da la vida. Infinidad de frascos, tarros, botijos, salseras, botellas, aceiteras, cuentagotas con etiquetas en mil y una lenguas, palabras por probar y especias por mezclar, frutos que dejan su jugo en recetas que crecen con nuevos ingredientes traídos de cien sitios, masas que amasan historia con la danza de las manos.

La comida es un ritual.

Nos alimenta el cuerpo. Nos llena de vida. Y nos nutre de cultura, de identidad. No cabe en un frasco. Porque no se conjuga sólo en presente, sino en gerundio. Se mueve como el viento, fluye como el río. Y corre por nuestra sangre como las gotas que viajan de un manantial al mar. La comida nos reúne y nos conecta como ese mar, como cada una de esas gotas. Siete millones de personas con sabores, esencias, aromas, ingredientes a punto para conocerse, mezclarse, descubrirse, disfrutarse, compartirse.

Así que nos declaramos incondicionales de la pureza de la mezcla y de la mezcla de purezas, integristas del mestizaje, radicales del constante descubrimiento de ingredientes y recetas, estandartes de la intensidad de la vida cambiante. Y manifestamos nuestra voluntad de contribuir al nosotros con cada uno de nuestros platos. Para que en cada bocado, la gente que se sienta en nuestras mesas saboree la cultura viva, que late y fluye. Para que en cada cucharada, se lleve el aquí y ahora, el antes y allí y el mañana y acá. Para que podamos comprendernos en los sabores que nos unen y nos bañan como el mar, con gotas nuevas cada día.

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