La vida es una receta

Carta de Primavera de Restaurante Baobab

La señora notaria leyó el testamento y cayó sobre mi la agradable sensación de que lo tenía todo. Salí de allí con ese cofre ni bonito, ni caro, ni llamativo. Pero lo que contenía lo era todo para mi.

Llegué a casa, a mi cocina, a mi altar gastronómico y lo coloqué frente a mí. Con la parsimonia que requiere la liturgia, abrí la caja y tuve la sensación de que desprendía luz, aunque un libro de recetas no brilla. Más bien tenía polvo. Y lamparones de aceite o de veteasaberqué que le quitaban el aura de milagro que yo intentaba mantener a toda costa alrededor de ese objeto de culto que había deseado desde que vi cómo mi abuela hizo un pastel de nueces para mi cumpleaños con un solo brazo. El otro lo había perdido en otra cocina.

Mi abuela me había proporcionado todos y cada uno de los sabores que yo intentaba plasmar en mis platos. Me había enseñado a hervir, hornear, dorar, apochar, macerar, flambear, emulsionar, freír, guisar, aliñar, saltear, sofreír, amasar, trufar, especiar, rebozar, empanar, gratinar, licuar, cocinar al baño María… Los ingredientes variaban pero los hacía danzar al son de su música. Los conocía como si fueran parte de ella. O como si ella misma fuera parte de la receta junto con el resto del mundo. ¿Qué diferencia hay entre una receta con albaricoques o con tus propias emociones? Pero era el toque final lo que yo no conseguía. Y anhelaba que estuviera escrito.

Me apresuré a mirar qué llevaban esas croquetas que a mi no me salían tan buenas. Pero en las páginas sólo había cantidades y listas de ingredientes.

Con cierta confusión fui a la tienda con la intención de hacer unas albóndigas de almendras y champiñones, pero delante mío se llevaron los últimos que quedaban frescos. La decepción crecía por momentos. Al salir, tuve que esquivar los charcos mientras las gotas del chaparrón me acababan de inundar el ánimo. A un metro de casa, el resbalón final. Se rompió el frasco de conserva de setas, aplasté los tomates y las almendras se pusieron a chapotear por los charcos.

En mi hundimiento particular, abracé el recuerdo de mi abuela manca y pensé que nada podía ser más difícil que afrontar una receta sin una de tus manos. Así que las puse las dos a la obra y decidí que ya haría otro día uno de sus grandes platos. Hoy tocaba sobrevivir con creatividad y alegría. Y con lo que había quedado entero de mi caída. Sin almendras ni champiñones, en lugar de albóndigas, fueron unas hamburguesas con la remolacha que lloraba abandonada en el fondo de la nevera. Y como acompañamiento asé los tomates rescatados. En casa, quedaba cebolla para caramelizar con la siempre salvadora mostaza y queso roquefort para una salsa espesa. La ventaja de no poderle poner berenjena era que a mi hija le gustaría el resultado.

Siempre se quejaba.

No estaba mal. Tenía un cierto regusto a “lástima que no soy una albóndiga” pero se comía bien. Y si algo tenía, era hambre.

Por la noche, me continuaban doliendo las rodillas de la caída, pero me gustó hojear con calma el recetario que me hablaba desde mi infancia de la capacidad de crear con lo que había, de echarle sabor a la vida incorporando ingredientes o nuevas técnicas, de la responsabilidad de alimentar y agradar, de cuidar, de observar, de aprender siempre, de querer mejorar lo existente, de acatar la realidad como base pero sin renunciar a los sueños, de cambiar lo que está en tus manos (o en una sola), de apoyarse en lo que saben los demás para cocinar juntos, de conservar la memoria y de avanzar por nuevos caminos desconocidos con decisión.

Al día siguiente, en la nevera, colgaba una nota junto a un dibujo infantil que tenía tantos años como arrugas: “¡Qué maravilla de cena! Cómo se nota que ya tienes el recetario de la bisabuela. Esto promete”. Mi hija, sin saberlo, había escrito la última página. La vida es una receta. Y no hay receta escrita para vivirla.

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