Ecológico

Baobab restaurante Ecológico

Llego 5 minutos tarde y por eso apresuro el paso para cruzar la puerta del restaurante. Como recibimiento, una sonrisa.

Y un regalo: la sensación de calma y de buen humor que me parecía estar perdiendo con mi retraso. El Baobab estaba lleno, pero en ninguna mesa estaban Jorge y Laura. Esperaré. Me sorprende sentir que no me importa esperar. Es agradable la sensación de eternidad momentánea que me ofrece la mesa colorida. Bien. Unos instantes para no hacer nada. Un tesoro. En mi mantel individual pone “ecológico” y con cierta curiosidad, me dejo seducir por lo que pasa a mi alrededor. Empiezo a pensar lo bonito que sería escribir sobre la historia de cada plato.

Me llega el olor del pan y me imagino que quien lo haya hecho canta mientras amasa. Aunque nadie más le oiga. He escuchado que el panadero — Josep María — recuperó el horno de leña de su padre. Fantaseo con la idea de que las notas musicales se confunden con los olores mientras se cuece el pan, como una preparación secreta para cada una de esas hogazas que vete a saber quien comerá.

En la mesa de al lado, Juan no sabe si atacar por la parte redonda o por el ángulo del pastel. Su amiga Verónica ya ha devorado el suyo, pero él se resiste a acabar tan pronto con el placer. Harina de trigo cultivada sin productos sintéticos, con abonos naturales. Igual que la soja de la leche. Mezclado con huevos camperos, de gallinas que se pasean por el campo, en una granja de Casetas, comiendo grano. El placer es integral, no sólo la harina. Desde esas gallinas, que ponen huevos con calma, hasta el azúcar mascobado elaborado por personas que reciben un salario digno por su trabajo, todo participa en armonía para que Juan y Verónica lleguen a sentir el placer que supone probar el pastel. Quizás es eso lo que, sin ser consciente, hace que él tarde tanto en acabárselo. Quizás es como un reconocimiento a todo lo que participa en cada cosa que aparece en nuestra vida.

Por la puerta entra un hombre con una caja de tomates y pimientos. ¡huele a huerto! Estoy a punto de levantarme y curiosear el aspecto de esas hortalizas tan especiales. Sale alguien de cocina y le saluda con cariño. Al dejar el local, Raúl -que así se llama- tiene cara de haber cumplido su misión. Y yo tengo decidido mi primer plato. Me río mirando el mantel, porque pienso que ha sido una elección ecológica.

Cuando miro el reloj, por la puerta entran María y Fermín. Apresuran su paso y se encuentran — como yo — con la sonrisa de Yanet. Me ven en una de las mesas. Se contagian de su calma y de su sonrisa. Y de la mía.

– ¿Te hemos hecho esperar?

– Sí, muchas gracias — respondo sincera.

Vuelan las abejas en el Moncayo. Y con un poco de ésta y un poco de aquella flor van elaborando una miel deliciosa. ¿Será por la calma? ¿Será por el aire de la zona, alejado de humos? ¿Será porque Ulfrido, el apicultor, le pone tanto cariño y oficio a su miel que todavía la hace más dulce? El caso es que sin entender de tiempo ni de tardanzas, el dulzor se disuelve en el té que he pedido para redondear una comida y una conversación fantásticas. Las abejas no conocen las tierras donde las hojas de té fueron cultivadas. Tampoco los trabajadores de la cooperativa conocen a Ulfrido, que también es cartero. Pero en esa taza, han trabajado juntos.

Me despido con un abrazo de María y de Fermín. Qué bueno haberos visto. A ver si no pasa tanto tiempo hasta la próxima.

Y en algún lugar inexplicable, las personas y los ingredientes se confunden, en un hechizo por poner todos los elementos que hagan de una comida un momento especial. Hecha con amor. Desde el mantel diseñado para recibirte, hasta las abejas que vuelan sin saberlo para endulzar la despedida. Después de todo, llego a la conclusión de que no hay otra manera de hacer las cosas. Y entiendo lo que me estaba queriendo decir mi mantel: es una cuestión ecológica.

¿Te gustaría compartir este texto?

Share on facebook
Share on twitter
Share on email
Share on whatsapp
Share on telegram